Comentario
El 5 de agosto, el general LeMay, jefe de la aviación norteamericana en el Pacífico, recibe de sus mandos superiores un mensaje cifrado que rezaba: "El 20 Escuadrón atacará los objetivos de Japón el 6 de agosto de 1945. Objetivo principal, hora 9.30, zona urbana e industrial de Hiroshima". Inmediatamente, envió la contraseña convenida de antemano a la base de North Field, establecida en la isla de Tinian, en el archipiélago de las Marianas. A las 2.07 de la madrugada del siguiente día despega del aeródromo un aparato B-29 bautizado con el nombre de Enola Gay en honor de la madre de su comandante, el coronel Paul W. Tibbets. Los miembros de la tripulación desconocían la verdadera naturaleza de la operación que iban a desarrollar, aunque las actividades de los científicos trasladados a la base y las fuertes medidas de vigilancia impuestas sobre el aparato les habían hecho comprender que se trataba de una acción de carácter diferente a las hasta entonces realizadas.
La superfortaleza volante, cargada con el artefacto atómico, se elevó en el aire acompañada por otros dos aparatos iguales, dotados de cámaras e instrumentos de observación, y portadores de un grupo de observadores llegados desde Estados Unidos con este fin. Hacía ya varias horas que otros aviones sobrevolaban los tres objetivos considerados posibles: Hiroshima, Kokura y Nagasaki. Comprobaban las condiciones meteorológicas reinantes sobre ellos, lo que en definitiva decidiría el lugar elegido para efectuar la mortífera descarga. La primera de estas ciudades era la que presentaba unos cielos más despejados, por lo que fue elegida como blanco de lanzamiento y primera victoria de la aplicación de la energía nuclear como arma bélica. Hiroshima era una activa ciudad de 365.000 habitantes, sede de industrias bélicas y cuartel general del II Ejército japonés encargado de la defensa de la parte sur del archipiélago.
Pocos minutos después de las 8 de la mañana, los tres aparatos se sitúan sobre la vertical del centro urbano y el Enola Gay lanzó su carga, la bomba que había sido bautizada por la tripulación como Little Boy - Muchachito.
El avión se encontraba a 9.630 metros de altura y llevaba una velocidad de menos de 500 km por hora. Inmediatamente, el comandante Ferebee y el sargento Stiborik toman los mandos y dan un rápido viraje para alejarse de la zona. Cuando la bomba estalla, los tres aparatos se encuentran ya a unos veinticinco kilómetros de distancia de su objetivo. Ahora los hombres que habían participado en la acción tomaban conciencia de la magnitud de la misma y de su tremendo significado.
El historiador Raymond Carr ha reconstruido de este modo el momento decisivo: "La bomba deja el avión exactamente a las 8 h. 15' 17''. Aligerado de las 10.000 libras de peso, el Enola Gay da un salto hacia el cielo. La tripulación sabe que deben transcurrir cuarenta y cinco segundos antes de la explosión y que en ese momento el aparato se encontrará a dieciocho kilómetros del punto cero. Todos cuentan: 42..., 43..., 44... Como en Alamo Gordo, un prodigioso resplandor brota del corazón de la materia, cegando a los aviadores aun yendo protegidos por gafas metálicas y herméticas. Luego, un inmenso hongo llameante se eleva y ensancha en el cielo..."
Este hongo alcanzaría una altura superior a los veinte mil metros, y su volumen sería visible desde una distancia superior a los setecientos cincuenta kilómetros. La ciudad queda envuelta en un horrible fulgor y en un torbellino generador de oleadas de viento que alcanzan una velocidad media de más de 1.200 km por hora y derriba todos los edificios que encuentra a su paso en un radio de más de doce kilómetros.
Viviendas, hospitales, escuelas, centros oficiales, cuarteles... todo es desintegrado por la explosión, que provoca un ciclón que se prolonga por más de seis horas.
La fuerza de la explosión, equivalente a 10.000 toneladas de TNT, elevó la temperatura de la ciudad hasta 150.000.000 de grados centígrados, esto es, un nivel superior en siete veces a la del corazón del sol.
Las cifras aportadas con respecto al número total de víctimas ofrecen sensibles variaciones en función de las fuentes de donde procedan, pero pueden situarse alrededor de los ochenta mil muertos, otros tantos heridos de diversa consideración y varios millares más de desaparecidos.
Por otra parte, en el caso de los bombardeos atómicos las secuelas posteriores producidas por la misma naturaleza del arma afectarían fatalmente a innumerables supervivientes de la catástrofe, generando en ellos una amplia serie de enfermedades, desde cánceres de diverso tipo hasta irreversibles mutaciones genéticas.
A las pocas horas, la radio oficial japonesa trataba de ocultar la realidad de los hechos, mientras que el propio emperador Hiro Hito inquiría de sus ministros y generales una información veraz de lo ocurrido en Hiroshima. Para agravar todavía más la situación, dos días más tarde, en la noche del 8 de agosto, se recibe en Tokio la noticia de la declaración de guerra de la hasta entonces aliada Unión Soviética. Esta verdadera puñalada por la espalda, cuando algunos responsables del Gobierno japonés pensaban en utilizar a Moscú como vía de acceso a un acuerdo con los occidentales, señaló el definitivo principio del fin. En aquella madrugada, al tiempo que los bombarderos norteamericanos destruyen los restos de las castigadas ciudades del archipiélago, el Ejército Rojo atraviesa las fronteras de Manchuria.
Al alba del día 9, otro aparato B-29, apodado Bock's Car y comandado por el mayor Sweeney, despega de la misma base de Tinian con destino alternativo hacia las ciudades de Kokura o Nagasaki. La elección de una u otra para lanzar un nuevo artefacto atómico dependía también en esta ocasión de las condiciones meteorológicas dominantes. Estas eran más favorables en la segunda, por lo que su destino quedó sellado. A las 12 h. 1' una bomba de mayor tamaño que la anterior, denominada Fat Man -Hombre gordo- en homenaje a Winston Churchill, fue arrojada sobre Nagasaki. En número total de víctimas fue sensiblemente menor que en Hiroshima, debido ante todo a la naturaleza más accidentada de su suelo, que mitigó en cierta medida los efectos expansivos de la explosión. Ahora la tripulación del aparato sí sabía la índole de su carga, que produjo la muerte de unas cuarenta mil personas y dejó heridas a un número similar.
Era el fin para Japón. Ahora ya solamente le quedaba la posibilidad de rendirse sin condiciones; los señores de la guerra habían estado a punto de conseguir la absoluta destrucción de su país. Y, por otra parte, la fuerza atómica había probado en vidas humanas todas las inmensas posibilidades de destrucción que quienes la habían ingeniado esperaban conseguir con ella.